#1086 Hasta la historia...

#1086 Hasta la historia...

#1086 Hasta la historia...

Los filósofos imberbes de nuestros tiempos cuentan, escriben y publican muchísimas “novedades”; es más, hasta se autodefine “progresista” aquél que pronuncia afirmaciones tan “sabias” como: “Dios no existe”, “la inteligencia del hombre está por encima de todo”, etc.

Eso podría parecer realmente una novedad. Al contrario, no lo es en absoluto. Es tan viejo como el mundo, mejor dicho, aún más.

Todavía no existía el hombre sobre la tierra y ya el rebelde Lucifer afirmaba: “Subiré al cielo... seré semejante al Altísimo” (Is 14,13-14). “Yo”, pues, yo solo subiré hasta el cielo y seré... Dios.

Lo mismo les sucedió a nuestros antepasados en el paraíso terrenal. Habiendo escuchado del seductor la promesa: “Serán como dioses” (Gn 3,5), se dejaron seducir, cometieron un pecado de desobediencia e hicieron penetrar en el mundo la infelicidad.

También nuestros sabihondos están convencidos o, más bien, querrían convencerse de poseer, precisamente ellos, la aureola de la sabiduría; por tanto, son ya semidioses, si no verdaderos dioses. La inteligencia divinizada, esta nuestra inteligencia limitada, se encontró, incluso sobre un altar durante la revolución francesa, personificada en una mujerzuela desvergonzada. Pero preferirían no pensar en Dios, no hablar de Él; es mejor repetir como autómatas: “Dios no existe”, ya que... si existiese, entonces... sería necesario vivir de otra manera.

¿Dónde está la causa de esta decadencia?

 

¿Acaso es inmoral e irracional el mismo deseo de grandeza y la aspiración a ella?

 

No, ya que cada uno de nosotros siente en sí mismo este deseo y tiende a él en todo lo que hace. Se trata, pues, de un deseo innato, natural. Nuestra naturaleza está orientada hacia una progresiva perfección, hacia la grandeza... e incluso, en un cierto sentido de este término, hacia la divinización.

Hasta los libros sagrados exhortan expresamente a imitar a Dios, a hacerse semejantes a Dios. ¿En qué consiste, pues, el error?

Dios es verdad infinita; por consiguiente, no puede soportar la mentira, la falsedad. Por otra parte, el hombre, esta criatura llamada de la nada a la existencia, es por sí mismo una nada, una nada absoluta, Por tanto, todo lo que tiene y puede lo ha recibido de Dios, y sigue recibiéndolo en cada instante de su vida, ya que “perdurar en el ser” quiere decir recibir la existencia en cada instante, a menos que uno no la tenga por sí mismo, como Dios. Y toda la posibilidad de progreso y las perfecciones adquiridas, todo eso, todo sin la mínima excepción, procede de esta Fuente de existencia. Si admitimos esto, ¿qué impresión produce, pues, aquel loco que se atreve a afirmar que continuará perfeccionándose él solo, sin la ayuda de Dios, y que alcanzará el máximo grado de perfección? (haciéndonos semejantes a Dios nunca alcanzaremos el vértice supremo, ya que no puede existir' un vértice en una perfección infinita). ¿Y qué inteligencia, dándose cuenta de que es una nada por sí misma, de que recibe todo de fuera, puede pronunciar la frase: “Dios no existe” ???!

Sólo una cosa puede decirse para su parcial justificación. La inteligencia está deseosa de conocer los “porqués” de las cosas; cuanto más aguda es, tanto más lejos irá en su búsqueda de la causa primera: Pero si está ofuscada por una vida inmoral o por el orgullo, tropezará enseguida desde el principio, no podrá siquiera salir de sí y por consiguiente pensará que ha llegado a ser el alfa y la omega de universo, Ésta es una inteligencia, sí, pero una inteligencia reducida, fuera de la normalidad, o sea, como suele decirse, estúpida.

Ese es el motivo por el que el salmista canta: Dice en su corazón el insensato: “Dios no existe” (Sal 52,1).

Dios, siendo verdad infinita, no puede dejar de corregir esa falsedad: por eso condenó inmediatamente a los ángeles rebeldes, castigo a Adán y Eva y no puede dejar de hacer justicia con esos necios nuestros tan orgullosos.

Oremos ardientemente a la Inmaculada, a fin de que impetre para ellos la gracia de la conversión, antes de que la mano de Dios empiece a pesar sobre ellos.

 

Rycerz Niepokalanej
1-1925, ps. 1-3
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