Desde que somos bautizados, comenzamos a caminar hacia la existencia prometida: la vida eterna. Aunque seguimos en la tierra con nuestra existencia temporal, pero transitamos de manera distinta, porque tenemos al Espíritu Santo, al Paráclito, ese ayudante que mora en nuestro ser.
El bautismo es la gracia santificante que abre la puerta a la espiritualidad dentro de la Iglesia y nos hace tener esa visión beatífica de poder unirnos a Dios y compartir esa felicidad, ese gozo eterno, y llevarlo a los hermanos y a quienes no lo tienen en la tierra o no conocen a Cristo.
Es nuestra misión como cristianos, ser parte del cuerpo místico de Jesús, compartir el regalo sobrenatural que llamamos luz de gloria dada a los bautizados, para llevar el bien mayor que es el goce del amor de Dios en cada uno de nosotros. En Efesios 4, 4-5 se nos dice: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo…».
De este modo iniciamos nuestra vida sacramental, por lo que debemos perseverar en esa gracia santificante hasta el final de nuestra vida terrena; si la perdemos por estar en pecado mortal, hay que recuperarla inmediatamente a través del sacramento de la reconciliación y mantener las ansias de no perderla, hasta llegar al cielo.
Esta no es una tarea fácil; de hecho, es muy difícil, en especial en estos tiempos en que el mundo nos presenta distracciones constantes y el peligro de caer en pecado. Por ende, debemos pedir la ayuda al Espíritu Santo para reconocerlo a tiempo.
Por lo general, somos bautizados siendo niños, y este regalo de la Madre Iglesia nos permite librarnos del pecado original y sus consecuencias. Además, brinda la oportunidad a los padres y padrinos de guiarnos en nuestro crecimiento espiritual.
Pero cuando somos jóvenes, las ganas de vivir y experimentar se hacen parte de nuestra realidad y vemos la felicidad como el fin deseado; sin embargo, muchas veces, al llegar a la adultez, nos alejamos de las virtudes atraídos por el mundo, por las ansías del éxito y de vivir, supuestamente, con una alegría que al final resulta transitoria.
Dios, en su infinita misericordia, solventando nuestra necesidad, trae santos a la tierra, como san Maximiliano Kolbe, que nos recuerdan que con la intermediación de la Madre María Santísima podemos evitar tantos pecados y dejar que sea Ella quien nos instruya para no perder la gracia santificante.
San Maximiliano lo enfatiza en sus escritos constantemente: “Permitamos que Ella opere en nosotros a través de nosotros lo que quiera. Ella ciertamente obrará milagros de gracia, y nosotros mismos seremos santos, porque, a medida que nos volvamos como Ella, Ella vencerá a través de nosotros al mundo entero y cada alma individual”. (EK 556)
Acercarnos a la Madre para experimentar la renovación de nuestras promesas bautismales, renunciando al mal, es un camino hermoso porque nos recuerda dónde estamos realmente y, aunque nos olvidemos de las promesas de hacer el bien que hemos hecho de chicos, una vez consagrados, la Madre nos toma como suyos y vienen a la mente esas promesas.
En lo particular, no todo el tiempo me fue fácil dar gracias cada vez que recibía el favor pedido, simplemente lo olvidaba. En el 2016 requerí un favor a la Madre: recordar mi alianza con Ella y, si no recordaba agradecer de la forma prometida, también le pedí que me trajera a la memoria favores antiguos que no he retribuido. Así lo hizo y abrió las puertas de mi mente. Ahora, muchas cosas me recuerdan momentos de gran bendición que no he correspondido; en cambio, he tenido la oportunidad de ofrendar mi agradecimiento a los pies del Padre, de la mano de María; y no sólo al Señor, si no a Ella, que es portadora de las gracias divinas.
En el mundo de hoy, con tanta tecnología y tantas cosas sucediendo al mismo tiempo, como guerras, hambre, la migración forzada; nos cuesta encontrarnos con el Señor, incluso hablarle a otros de Él. Cuando sé que debo ir a un lugar y compartir su Palabra como bautizada, solo le pido a la Inmaculada y Ella hace todo, derriba muros y hasta cambia horarios para que podamos llevar al Señor donde es duro llegar, no porque no podamos físicamente, sino porque nos encontramos con corazones de piedra, porque hoy las heridas son tan profundas que nos resulta muy difícil entender el poder de esa herida en la Cruz.
Para ver con los ojos de Dios, debemos hacerlo a través de la Madre y volvernos como niños para escuchar lo que ella nos pide. San Maximiliano nos dice: “Para pactar con la Inmaculada no se necesita ninguna fórmula. Dile simplemente, como un niño a su madre, que estás haciendo lo que ella te pide. Las visitas serán más frecuentes”. (EK 742)
Definitivamente, hacemos constantes pactos con la Santísima Virgen María, pero ¿hacemos lo que nos pide? Para lograrlo, debemos frecuentar la oración, la Eucaristía, las visitas al Santísimo Sacramento y cumplir los sacramentos. En el día a día, tal vez tenemos la intención de hacer muchas cosas, pero corremos y las cruces son infinitas, tenemos muchas veces falta de trabajo, falta de alimento, falta de tiempo, o si tenemos trabajo nos quita el tiempo de nuestra familia y así también el de Dios; las enfermedades propias o de un ser querido, todo esto nos desalienta y nos aleja de esas promesas bautismales regalo del Señor, pero debemos entender que el bautismo no “fue”, no pasó un día; es el día a día, es estar permanentemente sumergidos en la gracia santificante que permite superar todo dolor humano y nos lleva constantemente a vivir el bautismo como sello indeleble de cristianos e hijos de Dios.
Por voluntad pecamos y nos alejamos de vivir ese bautizo, esa pureza que soñamos tener, porque de alguna manera siempre estaremos pecando. Pero, si caminamos con nuestra Madre, nos llevará siempre de la mano, con la fuerza del Espíritu Santo que habitó en Ella y es su esposo, hacia el Hijo, cuando necesitemos ser redimidos y compartir las cruces de la vida. Asimismo, nos renovará las promesas del bautismo cada día, cuando nos entreguemos a María como hijos amados que somos. Entreguemos nuestra mente, corazón y cuerpo a la Inmaculada constantemente, para que de sus manos nos entregue al Padre y, así, la Santísima Trinidad hará maravillas en nosotros.
Ser bautizados es una vivencia que, sin María, no se logra en su potencial completo. Ella siempre está, como lo hizo en la cruz y en el día de Pentecostés, animando y enseñando en la oración. Como hijos de Dios, nuestra Madre nos lleva a vivir sumergidos en la gracia del bautismo hasta la vida eterna.
Escrito por: Carmen Tribaldos, MI Panamá