2024: Tiempo de oración y esperanza con María

Queridos mílites,

Hemos iniciado ya este Año del Señor 2024, año de la oración. La familia franciscana, de la cual nos honramos de formar parte, celebra el octavo centenario de la impresión de los Estigmas de San Francisco de Asís como signo visible de su íntima asociación con el Crucificado. 

Pues bien, el Papa Francisco en la Carta para el Jubileo del próximo 2025, que remitió el 11 de febrero de 2022 a S. E. Mons. Rino Fisichella, en aquel momento Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, declaró este año 2024 como «tiempo de preparación» del Jubileo, que deberá dedicarse a «una gran “sinfonía” de oración», especialmente, para «recuperar el deseo de estar en la presencia del Señor, de escucharlo y adorarlo». Se trata de una oración de agradecimiento, de avivamiento de la caridad, de súplica, en definitiva, en palabras del Santo Padre: «oración como vía maestra hacia la santidad, que nos lleva a vivir la contemplación en la acción». Decía san Maximiliano que «la oración hace renacer el mundo. Es indispensable para establecer la paz y la vida de cada alma» (EK 903). Lo sabemos por experiencia propia, en el silencio de la oración -una oración de corazón- nos encontramos con nuestro Padre en Cristo, cuyo abrazo es nuestro hogar. Sí, nuestro ser -todo lo que somos- permanece sostenido por las manos y el amor eterno de Dios. Él es nuestro principio, la fuente de nuestra existencia, a la que acudimos mediante la oración. Por mera gracia, sintonizamos con nuestro Creador para entrar y ser partícipes del intercambio amoroso de la Santísima Trinidad. Pero, ¡es que es más! Él nos busca sin cesar, nos escoge, nos prefiere, conmovido por nuestra fragilidad. No nos abandona, nunca. Y «mendiga» humildemente nuestra correspondencia. Esto es lo que tratamos con Él, lo que recibimos y vivimos en el diálogo de la oración a través de todas sus formas: el descanso de nuestra alma y, a la vez, el motor para emprender nuestra urgente conversión, que nos empuja a dar el culto debido a Dios y servir al prójimo, según la vocación de cada uno. El ruido externo e interno, el activismo, las prisas, las prioridades, las distracciones, el cansancio, la pereza… son ciertamente grandes obstáculos para disponernos a un espíritu de oración constante y vencedor; además, quizás no nos es fácil encontrar buenos maestros de oración, pero recordemos que es en el desierto donde precisamente encontramos el espacio propicio para la oración. «A través del desierto Dios nos guía a la libertad», este es el título del mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de este año. Allí, en el desierto, todas estas dificultades pueden convertirse en ocasiones para presentarnos ante el Señor, desnudos, tal como somos, con nuestra nada. Así, en el desierto, la oración nos devuelve la libertad de nuestras esclavitudes y de los espejismos que nos embaucan. Que nadie nos quite la nostalgia y el anhelo sincero para abrirle a todo un Dios la puerta de nuestra alma: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

Anclados en esta confianza seguimos nuestro camino. La oración, el próximo Jubileo, todo forma parte de nuestra peregrinación común a la «Ciudad de la Esperanza», que es la Iglesia... Esta es la misma «Iglesia de Dios y de Jesucristo», en Jerusalén, en Roma, en Esmirna, actualmente en cualquier otra latitud de Europa, Asia, África, América u Oceanía, como la describe san Ignacio de Antioquía en su Carta a los esmirneanos: «que ha alcanzado toda clase de dones por la misericordia de Dios, la que está colmada de fe y de caridad y a la cual no falta gracia alguna, la que es amadísima de Dios y portadora de santidad».

Dejadme que os hable desde el corazón. El mundo de nuestros días está perturbado, enredado. Las mentes están embotadas, ofuscadas, los ánimos deprimidos, indolentes. Pese a tantos medios de comunicación y redes sociales que nos conectan instantánea e inmediatamente, una soledad existencial nos oprime. Una inmensa ansiedad inquieta nuestros hermanos, dando lugar al rencor, a la agresividad: ¡el desorden de las pasiones! En especial, la totalitaria lujuria instaura un régimen de adicción, tristeza, fealdad, desorientación, muerte en las almas y violencia en los cuerpos, especialmente tragándose a los más jóvenes y erradicando las vidas de los no nacidos: ¡el hedor del pecado mortal! Muchos han olvidado o despreciado las delicias del amor de Dios, otros nunca lo han conocido, porque nadie se lo ha sabido mostrar o lo han desvirtuado… 

Frente a las enormes potencialidades abiertas por nuestra modernidad, que deberían contribuir a una mayor fraternidad universal, parece que el «misterio de iniquidad» y la «impostura del Anticristo»[1] se extienden cada vez más, no sólo en la vida política y social de las naciones, instaurando en ellas supraestructuras de pecado que consolidan una civilización de la muerte, sino que se infiltran insidiosas en las propias familias y siembran la discordia entre las personas. Las grandes potencias mundiales se amenazan con armas nucleares y en Europa del Este, en Próximo Oriente, en África, en tantos lugares: ¡de nuevo ruge homicida la vieja guerra!

Por su parte, el rostro virginal y materno de aquella Iglesia que recién nos describe san Ignacio de Antioquía y que identificamos con el humilde y bellísimo rostro de María Inmaculada, cuando se pretende suplantar a Dios, que se hace hombre, por el hombre que pretende hacerse Dios, también se oscurece y desfigura por los graves pecados y soberbias de… nosotros, los cristianos. ¡Con amigos así no hacen falta enemigos! La Esposa de Cristo, la belleza de la humanidad rescatada y sobrenaturalizada, hoy en día parece incapacitada para ser la «luz del Mundo». La esperanza cierta en el Reino de Dios, que deberíamos anunciar con vigor, queda así falsificada y desacreditada, ya sea mediante utopías secularizadas o con ensoñaciones pseudo-místicas, que engañan e impiden acceder a la redención abierta en la Cruz, pero especialmente a los más humildes y pequeños, que son objeto de escándalo.   

No obstante, nosotros, pase lo que pase, queremos amar a la Iglesia, a nuestra Madre y Maestra, porque es en su seno donde hemos experimentado profundamente el amor que Dios nos tiene y que se nos da por medio de Ella. ¡Dios no abandona a Sión! La Iglesia es, además, casa de oración, a la cual nos invita especialmente, este año, nuestro Papa. Es en la oración y en el servicio donde aprendemos a amar y a sentir con esta Iglesia, martirizada, crucificada, herida, agonizante. Mediante la oración descubrimos su belleza y reparamos sus heridas y esperamos su resurrección: su triunfo, que vendrá «por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10)»[2]. Esto nos ayuda a no desalentarnos por los límites y debilidades de la institución eclesiástica[3], formada por hombres pecadores. Por tanto, la oración -también la nuestra- es la esperanza de la Iglesia, que renueva nuestra alegría y nuestra gratitud cada día, alimentando nuestra comunión. Cristo, el Señor, reina ya por la Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este mundo[4]. Esta es nuestra tarea como cristianos y como mílites: rezar y cooperar en nuestra medida, actualizando las promesas bautismales y poniendo en práctica nuestra consagración total a María, para que todas las cosas queden sometidas a Cristo[5]. Nadie nos puede privar de esta oración. San Maximiliano convirtió la celda del hambre en Auschwitz -el infierno en la Tierra- en una celda de oración incesante, la antesala del Cielo.

Un apunte más sobre la oración. La oración es la luz del alma que nos proporciona el mismo Dios, destinatario de nuestra oración, como enseñaba san Juan Crisóstomo[6]. El mundo, sin Dios, además de luces artificiales, necesita de anteojos, de ideologías, para interpretar la realidad y alcanzar a su modo -la praxis- sus propias «esperanzas salvíficas» revolucionarias. He aquí las perspectivas contemporáneas: la materialista-histórica, la liberal, la nacionalista, la ideología de género y tantas otras. Es la visión de la carne, del hombre viejo. En cambio, más que darnos una perspectiva que pretende interpretar y hasta manipular la realidad, la vida en el Espíritu y sus dones nos hacen partícipes por la oración de la mirada de Dios, que todo lo penetra. Es la mirada de la fe que requiere de la humildad. Esta fue la mirada creyente de la Inmaculada, que san Maximiliano durante toda su vida hizo suya. Como lo refirió el Papa Francisco a santa Teresita de Lisieux, el centro y objeto de nuestra mirada no debemos serlo nosotros mismos, con nuestras necesidades, sino Cristo que ama, que busca, que desea, que habita en el alma[7]. Huyendo de la autocontemplación, ya sea de autocomplacencia o de desesperación, alcemos suplicantes los ojos a Dios. Esta es una mirada que, aun en la oscuridad, nos hace vivir la confianza total del niño que se abandona sin miedo en los brazos de su padre y de su madre[8]. En este cruce de miradas, al fin nos encontramos con los ojos de Jesús, espejo de su alma divina, que nos desarman: ¿quién se resistirá a su mirada de amor? «Yo le miro a Él y Él me mira a mí», he aquí la sustancia de la oración, como le explicó un campesino al Cura de Ars. Así, en este intercambio ocular, haciendo nuestra la mirada de Cristo, crecemos y maduramos en esta peregrinación hacia el Cielo, recuperando o manteniendo la inocencia de los hijos de Dios. Y desde este mirador, desde estos brazos que nos sostienen, podemos contemplar con los ojos de Dios la sucesión de los hechos y de las cosas. Más en general, esta mirada longánima nos permite discernir el trigo y la cizaña, que crecen juntos en el curso de la historia, sabiendo que, en el Juicio Final, a Cristo le corresponderá revelar la disposición secreta de los corazones y retribuir a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia[9]. Esta es la mirada clarividente y transformadora del Magníficat, que nos hace comprender el profundo sentido de la historia, en la que se entrelazan la providencia divina y la libertad humana, herida por el pecado. Frente a la tentación de la desesperanza, identificados con la mirada de Cristo y adoptando sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5), entramos en las profundidades de la misericordia del Padre y de allí sacamos la luz de una esperanza ilimitada[10], que nos infunde la confianza y nos lleva a ser instrumentos de paz y de reparación. «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Meses antes de su detención, en un mundo que ya estaba incendiado por la Segunda Guerra Mundial, escribía san Maximiliano: «recodemos que Dios gobierna el mundo y no puede suceder nada grande ni pequeño, si Él no lo permite. Él, al contrario, permite sólo lo que está destinado a un bien mayor a las almas, bien eterno, duradero, auténtico. Por consiguiente, se necesita serenidad, mucha paz y confianza para no angustiarse inútilmente»[11]. Por la oración, en cambio, abrimos los ojos y reconocemos el tesoro de gracias y de bendición que recibimos constantemente del costado abierto del Corazón de Jesús, mediante esta Iglesia jerárquica que Él constituyó, especialmente a través de los sacramentos que nos dispensan los ministros ordenados, nuestros queridos sacerdotes, nuestros pastores, que nos representan al Maestro y Redentor, Juez y Señor de la Historia. Como nos recuerda el Catecismo[12], habiendo ofrecido su vida en el Ara de la Cruz, el Hijo del Padre no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en Él (cf. Jn 5, 26). Por ello, con Jesús Crucificado, debemos orar siempre movidos por el Espíritu, con fervor y amor sacrificado -ofreciendo nuestra propia vida unida a Cristo- para que su salvación, su gracia adquirida para nosotros con su propia sangre a tan alto precio no sea rechazada, que nadie -tampoco nosotros- rechace el Espíritu de amor, que nadie se condene (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).

Hemos entrado en un año 2024 muy importante. Estamos llamados a cumplir fielmente nuestras obligaciones de estado, viviendo con María los gozos y las penas de cada día. Como mílites, realizaremos las actividades y los programas que la asociación nos propone para este año. Seguramente, aparecerán inconvenientes y la Inmaculada nos sorprenderá una y otra vez en esta su escuela o taller de confianza que es nuestra relación con Ella, nuestra consagración. Desconocemos el futuro, incluso lo que nos puede deparar el mismo día de mañana. De una cosa estamos seguros: «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8, 28), y también, por supuesto, a los que aman a la Inmaculada. Permitidme insistiros que es tiempo de oración intensa, de preparación y de servicio, para que, como Pueblo de Dios, podamos disponernos en peregrinación espiritual para atravesar la Puerta Santa y celebrar el Jubileo de 2025 «como un don especial de gracia, caracterizado por el perdón de los pecados y, en particular, por la indulgencia, expresión plena de la misericordia de Dios»[13]. Y sin perder de vista el Jubileo de la Redención del año 2033. En el corazón de nuestra oración ponemos la intención de la paz y la conversión de los hombres, según la voluntad de nuestra Madre, la Santísima Virgen María. Como Centro Internacional de la Milicia de la Inmaculada esperamos ofrecer, en 2025, la posibilidad de peregrinar a Roma, para que muchos mílites puedan ganar el Jubileo y la indulgencia, venerando las reliquias de los Apóstoles Pedro y Pablo conservadas en las basílicas romanas, y visitar los lugares kolbianos de Roma. Y, en especial, con el favor de nuestra Capitana, también en 2025 celebraremos nuestra siguiente Asamblea Electiva. A tal fin y para tantas otras iniciativas del Centro Internacional para promover y coordinar la Milicia de la Inmaculada en todo el mundo, necesitaremos de vuestra intercesión orante y también de vuestro apoyo como voluntarios, vuestras sugerencias y colaboración, así como de vuestro sostén económico. Que la Inmaculada os recompense vuestra generosidad y vuestro valiente compromiso con esta su causa: su-nuestra Milicia. 

Por ello, en particular, hagámonos el propósito de no caer jamás, en este 2024, en el desánimo. Como san Francisco en el monte Alverna, aceptemos y ofrezcamos con valor y con serenidad las cruces que nos lleguen, poniendo nuestra seguridad en la Inmaculada. Nosotros, los mílites, ¡compartimos el mismo ideal! Sepamos que toda división e incomprensión no procede de la Inmaculada, lo que nos exige siempre «atenuar todo desacuerdo, con la humildad, el amor, la paciencia y la oración, para profundizar cada vez más el amor mutuo y ayudarnos mutuamente a tender hacia nuestro Ideal de la dilatación del Reino de la Inmaculada en las almas» (EK 926). Por el contrario, si María engendra a Jesús en nuestras almas, os propongo este examen de conciencia para renovar nuestro amor y dedicación a la Inmaculada. Es sólo un ejemplo que podéis adaptar según vuestra inspiración. Para empezar, invoco a la Inmaculada y me pongo espiritualmente en su presencia esplendorosa, ante su benevolencia materna. En diálogo con Ella, le pregunto sencillamente: ¿cómo es mi relación contigo, María?, ¿te reconozco como la puerta que me llevas a Jesús?, ¿puedo acercarme aún más a Ti?, ¿te conozco realmente?, ¿trato constantemente contigo y te tengo presente cuántas veces mejor?, ¿te contemplo, complacido o cuando estoy agobiado?, ¿te repito con cariño y sencillamente que te quiero?, ¿te grito «¿María, te necesito»?, ¿soy delicado y esmerado contigo?, ¿te soy agradecido?, ¿qué es lo que tengo que agradecerte hoy? Por mi parte, ¿qué flores te traigo cada día? Además de invocarte, María, ¿te escucho?, ¿qué te planteo?, ¿qué me pides?, ¿estoy dispuesto a obedecerte?, ¿a darte un poquito… mucho más de lo que humanamente puedo?, ¿actualizo diariamente mi consagración?, ¿renuevo mi confianza absoluta en Ti, Inmaculada? ¿Estoy seguro de que me vas a hacer un gran santo, si me dejo?, ¿quiero de verdad que todos, comenzando por los más cercanos, te conozcan y te amen?, ¿cómo te represento ante mis hermanos? 

Nos recuerda san Maximiliano que la Inmaculada, que es realmente muy buena, no se desanima por ninguno de nosotros y aunque no nos necesita, no desdeña servirse de instrumentos manchados de pecado para llevar adelante sus obras de conversión y de santificación, es decir, para suscitar y desarrollar la vida sobrenatural en las almas (EK 911). ¡Qué gracia tan grande sufrir y trabajar por Ella! (EK 926). No estamos solos, Ella nos alienta y nos ayuda. Intensifiquemos, pues, nuestra oración, una oración con y por María. Además, aunque muchos no nos conozcamos, cada uno desde su realidad y vocación, en distintos países, nuestra oración en este camino o combate espiritual, lo hacemos juntos, movidos por el mismo carisma, rezando cor et anima una (Hch 4, 32), ejercitándonos en la caridad fraterna, como compañeros de armas espirituales, gozando de nuestra amistad en Cristo. Que esta sea nuestra intención y nuestra oración -nuestra misión, nuestra Milicia- durante este 2024.

Siempre con la Inmaculada, cordialmente,  

 

[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 675-676.

[2] Ibíd., 677.

[3] Cf. Papa Francisco, exhortación apostólica C’est la confiance, 41.

[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 680.

[5] El beato Pío IX concluía la bula Ineffabilis Deus, por la que definía dogmáticamente la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, compartiendo su firme esperanza de que Ella, mediante su patrocinio, contribuirá a que la «santa Madre Católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor».

[6] Por la oración «nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. (…) La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables, deseando la leche divina, como un niño que, llorando, llama a su madre; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible. La oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios, alegra nuestro espíritu, aquieta nuestro ánimo. Me refiero, en efecto, a aquella oración que no consiste en palabras, sino más bien en el deseo de Dios, en una piedad inefable, que no procede de los hombres, sino de la gracia divina, acerca de la cual dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo aboga por nosotros con gemidos que no pueden ser expresados en palabras» (De las Homilías de San Juan Crisóstomo).

[7] Cf. Exhortación apostólica C’est la confiance, 22.

[8] Ibíd., 27.

[9] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 682

[10] Cf. Exhortación apostólica C’est la confiance, 27.

[11] Carta a Fr. Ginebro Klucznik, Niepokalanów, 30-VII-1940, EK 897.

[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 679.

[13] Carta del Papa Francisco de 11 de febrero de 2022 a S. E. Mons. Rino Fisichella.

Regresar al blog