Hace 102 años, san Maximiliano María Kolbe compartía un artículo de reflexión titulado ¿Dónde está la felicidad?, en el cual, apreciando la dignidad y grandeza del corazón humano, constataba que éste sólo puede colmar su anhelo profundo de plenitud desde la experiencia de Dios. «Donde quiera que dirijas tu mirada, ves personas sedientas de felicidad. Pero ¿todas están seguras de que después de tantas penalidades alcanzarán el tesoro tan anhelado?» (Rycerz Niepokalanej, I- 1922, pp. 4-5).
Al sumergirnos en la lectura reposada y profunda de los evangelios, atendiendo de forma especial a las palabras, gestos y acciones de Jesús, descubrimos en todo ello la buena noticia de «vida en abundancia», a la cual se dedicó enteramente como enviado del Padre en la instauración de su Reino en la humanidad (Jn 10, 10-11). María Santísima Inmaculada, desde su «Hágase» al plan de salvación que se realizaría en Jesucristo, fue asumiendo la auténtica bienaventuranza, el tesoro del Reino de Dios en medio de las persecuciones, incluso el no poder comprenderlo todo. Aun así, desde la encarnación, pasando por la Pasión de su Hijo hasta su resurrección, en Ella reconocemos esa profesión de bienaventuranza: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1, 38. 47).
Parte de la vida cristiana comprometida comprende el afrontar las dificultades, limitaciones, fragilidades y hostilidades propias del seguimiento del Señor Jesús, con la confianza en la gracia que nos habilita no solo es para resistir, sino también para encontrar, como los primeros discípulos, el gozo en el espíritu, incluso «regocijándose de que hubieran sido considerados dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús» (Hch 5, 41).
Sin embargo, la gracia redentora del misterio del dolor y la iniquidad humana, en el cristianismo no puede desfigurarse al reducirlo a una obsesión del sufrimiento como un fin. En el anverso de la Cruz está el misterio Pascual; por ende, necesitamos hacer presente en nuestro ejercicio de la fe, la alegría santísima del Evangelio. Esa alegría profunda y auténtica es la que resplandece, no sólo a pesar del misterio del mal y de la vulnerabilidad humana, sino que con todo ello lo asume y redime. El Señor Jesús, en el sermón de las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12), felicita llamando dichosos a los que padecen con serenidad y sabiduría, de modo que son capaces de trascender y ser testigos de la profunda dicha.
En este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (CEC 1717).
Haciendo eco de san Maximiliano sobre la profunda sed de felicidad auténtica, el Catecismo nos presenta cómo las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer» (CEC 1718).
Del Seráfico Padre, el bienaventurado Francisco, es reconocido el relato de la alegría perfecta, en el cual se recrea cómo la alegría verdadera es fruto de la cruz. En el capítulo VII de la Primera Regla de los Hermanos Menores, el bienaventurado Francisco es explícito: «Guárdense los hermanos de aparecer tristes, ceñudos e hipócritas; antes muéstrense contentos en el Señor, alegres y debidamente agradables». El bienaventurado Maximiliano Kolbe pudo testimoniar el culmen de esta santa alegría, realmente paradójica en medio de la persecución, hasta hacerla plena con la entrega extrema del martirio por su radical caridad cristiana con el prójimo.
Reconocemos el hilo de oro de la Orden Franciscana, como es su devoción mariana en torno a la Inmaculada Concepción y el Misterio de la Encarnación del Verbo. Nosotros somos herederos de este linaje del carisma de la familia franciscana como miembros fieles de la Milicia de María Inmaculada. La oración es lo que ordena y orienta nuestro estudio, nuestro apostolado y misión de extensión del Reinado del Sagrado Corazón de Jesús.
En el tesoro espiritual de nuestro carisma, ha de considerarse la Corona Mariana Franciscana -que consiste en la meditación de las siete alegrías de Jesús y María-, de forma contemplativa en discernimiento de vida. La Corona de las Siete Alegrías Marianas es una devoción que se remonta al siglo XV. Es una oración muy sencilla, accesible para todos los que desean contemplar la Buena Noticia de Jesús a través de las alegrías que María vivió en su vida a la luz de su Hijo.
Nuestra Madre Santísima Inmaculada, cuyo Corazón Bienaventurado fue «atravesado por la espada del dolor» (Lc 2,35) y supo «escuchar la Palabra de Dios para ponerla en práctica» (Lc 11, 27-28), nos inspire y nos ayude a ser, desde ya, personas bienaventuradas. Siendo Ella causa de nuestra alegría, tomémonos con alegre y humilde confianza en la escuela de las bienaventuranzas evangélicas, que nos llevará ser reconocidos por una vida plena de frutos de paz, caridad y misericordia en el mundo que necesita ser esclarecido por nuestro testimonio del Reino del Dios-con-nosotros.
Por Fray Ronaldo Francisco Cruz González, OFM Conv.