La Asunción de la Santísima Virgen María

La Asunción de la Santísima Virgen María

En los primeros tiempos, la Iglesia enseñaba sobre la Asunción de la Santísima Virgen María; cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma al cielo, en donde ella participa ya, en la gloria, de la resurrección de su Hijo.

Pero fue en el año 1950 que el papa Pío XII la proclamó solemnemente “dogma de la Asunción de María”.

Este dogma nos permite contemplar a María como esa obra maravillosa de Dios. Concebida sin pecado original, el cuerpo de María estuvo siempre libre de pecado, totalmente pura, su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado. Ella es el camino que nos lleva, paso a paso, a Jesús y nos muestra cómo llegar Él; ella que es modelo y madre de todos los creyentes.

En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”. (Homilía de Benedicto XVI, 2010)

Con la ayuda de la Inmaculada te vencerás a ti mismo y contribuirás muchísimo a la salvación de las almas. Déjate conducir por sus manos inmaculadas; sé su instrumento; hasta hoy nadie ha acudido a Ella inútilmente. Confíale todas tus empresas y se dignará obrar. La victoria es segura en sus manos inmaculadas. La vida externa, de apostolado, es fruto de la vida interior. Confía sin medida en la protección de la Inmaculada. (San Maximiliano Kolbe)

La Virgen María, además de ser nuestro modelo y guía, quien nos acompaña en todos los momentos de nuestra vida, también nos ayuda a acercar muchas almas a Dios.  San Maximiliano nos enseña que si nos entregamos totalmente a ella, nos ayudará en todo momento, porque todo aquel que se deja conducir por ella dará frutos abundantes en la obra de Dios.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra, con dolores. Así es, en efecto, la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener –todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha–, María no les deja solos: la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, sin duda, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo; pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros. María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices.

La Iglesia pone la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su "peregrinación de la fe", y lo que será al final de su marcha, donde le espera, "para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad", "en comunión con todos los santos" aquella a quien venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre: «Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo». (Constitución Dogmática Lumen Gentium, 68; Catecismo de la Iglesia Católica 972-974)

Escrito por: 

Patricia 

 

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